Proclamas, júbilo y fascio

Un artículo de Teresa Villaverde ( @T_Villaverde ). Publicado en Métèques Nº1 de diciembre 2012.

Robert Walker

Escuchamos las proclamas a todas horas. Esas proclamas que aborrecen el capitalismo, que insultan a la clase dominante, que desacreditan el discurso político manido sobre la crisis, sus causas y sus consecuencias, y que surgieron de forma espontánea. No faltaron entonces las voces que quisieron adjudicar a aquella explosión de júbilo -más de júbilo que de indignación- a una conspiración secreta de la ultraizquierda, de la ultraderecha, de los reptilianos, de los mayas, de la ETA. El caso es que aquel momento de eclosión que tuvo lugar el 15 de mayo de 2011 en España -alentado por ciertos grupos, pero ni terroristas ni iluminatis- surgió porque la sociedad llevaba años secuestrada en sí misma.

Estábamos convencidos de que el ser humano está hecho para el lujo y que, por tanto, su único fin era la acumulación, la muerte por sobredosis. Ahora se ve, no descubro nada nuevo, que ese afán desmedido de riqueza no funciona. Pero seguimos ciegos porque continuamos imbuidos en la dictadura de Occidente. La dictadura da a entender que las pretensiones del sistema derivan de las necesidades del hombre. Convence al subordinado -al mandatario también- de que su ley es verdad, de que rige en orden a la esencia humana y esta creencia se manifiesta en todos los símbolos, costumbres y actividades de la sociedad. Así, la teoría, como el Cartógrafo de Borges, termina construyendo un mapa tan exacto que acaba por sustituir a la realidad, acaba suplantando a la vida. La vida obedece al sistema y no al contrario. Los hombres que viven bajo sus leyes -creadas para asimismo para la preservación del orden establecido- las acatan con una devoción inaudita. Estas leyes requieren, para su justificación y permanencia, de otras normas y éstas a su vez de otras nuevas, originando un tejido de burocrático carente de sentido más allá de sí mismo. De esta forma, el poder, cuya fuerza radicaba en un principio de la teoría, acaba sirviendo a la tesis. La partitocracia estatal europea se asentó en la cúspide, acompañada de sus organismos superiores reguladores, para tratar de evitar los desastres derivados del abuso de poder. El supuesto buenismo que insufló la creación de las instituciones actuales, no hizo sino recrear un nuevo sistema totalitario, una atomización potestativa e ilegítima en tanto que el pueblo no puede participar de facto en los órganos que lo rigen.

Llegados a este punto se entiende el júbilo que se desató en las plazas. El reencuentro de la gente, el despertar, la recuperación del contacto, de la reflexión, del ágora. Duró poco. Lo que comenzó siendo una liberación de los individuos derivó en una masa estructurada y, al final, nuevamente atomizada. Las proclamas que surgieron del hartazgo se han convertido en rezos vacuos. De ahí los estallidos violentos.

La dictadura lo devora todo. El fascismo, el deseo de homogeneización y control por medio de unos conceptos incontestables transmitidos a través de símbolos simples, existe casi en cada uno de nosotros en mayor o menor medida, según sus posibilidades de realización. El poder también corrompe en la calle. Decía Theodor Adorno que en el capitalismo, el marginado o excluido por cualquier causa siente dolor, ya que adivina la mentira, lo que hay de falso en el sistema. El dolor es la raíz del pensamiento crítico y la apertura a la visión de que un mundo mejor es posible. Creo que ese sentido del dolor está casi extinguido. El dolor mayoritario ahora no proviene de los extraños al sistema, sino de los frustrados. “No somos antisistema, el sistema es antinosotros”, rezaba una proclama. El dolor no apunta ya hacia la mentira. Los dolientes permanecen en la creencia falsa de que las necesidades derivadas del sistema son las reales. Salen a la calle fastidiados ante el apocalipsis del mundo feliz que ya no puede proveerles una vivienda digna. El doliente reclama los bienes capitalistas y los disfraza de derechos humanos fundamentales.

Debo aclarar que no creo que todos aquellos que denuncian los abusos del poder y su incapacidad pertenezcan al tipo de doliente frustrado, pero sí considero que la protesta adolece en gran medida de los mismos vicios que critica. Un ejemplo. Hace unos días me llegó un correo electrónico de un grupo que no viene al caso nombrar. En él se me explicaba que la violenta reacción de las fuerzas policiales en las movilizaciones de Madrid era inadmisible, que como ciudadana descontenta debía manifestarme para mostrar mi rechazo y se adjuntaba, además, una serie de imágenes para poner carteles. Baste decir que, si había pensado manifestarme, se me quitaron las ganas por completo.

La autora es periodista y filósofa.

La fotografía incluida en el artículo pertenece a Robert Walker.